Antes de empezar...

Bienvenido seas a este recinto de breves historias. Lee y disfruta un breve momento con un servidor.

1 de noviembre de 2015

El Cumpleaños de un Muerto

-Que linda esta la mañana…- La sarcástica voz de Gonzalo fue lo primero que aquellas blancas paredes escucharon en el día. Como era costumbre, a las cinco de la mañana en punto, el joven oficinista Llegó a su cubículo, dejó su portafolios de vinipiel negro en el escritorio, encendió la vieja computadora que en esté reposaba y salió hacía la mesa central del piso para prepararse un café mientras la maquina en su pequeño recinto comenzaba sus funciones básicas.

Esa era la vida diaria de Gonzalo: Ser siempre el primero en llegar a su trabajo; prepararse una taza del horrible café instantáneo que su jefe compraba para el piso; poner dos cucharadas de azúcar a ese horrible menjurje esperando que eso mejoré algún día el sabor; trabajar doce horas en aquel escueto y plano lugar; salir al mismo tiempo que el velador comenzaba su rondín nocturno; llegar a su humilde y solitaria casa; encender el televisor mientras come algún platillo pre-cocido sacado de su congelador; ir a dormir; repetir.

Ya no se sentía como un verdadero ser humano, estaba agotado de su vida, cansado de no poder cumplir sus sueños, de no alcanzar las metas que tenía, todo por la necesidad de tener un trabajo que pusiera comida en la mesa. Sin embargo, hacía mucho tiempo que esa comida solo era para él, tenía años sin poder asistir a una fiesta familiar.

Después de todo, alguien que perdió a toda su familia por enfermedades repentinas y extraños sucesos no tenía mucho que celebrar. Era el último de su línea familiar con vida. Su padre había fallecido cuando apenas era un joven de doce años de un infarto fulminante; su madre, una mujer entregada en cuerpo y alma a sus hijos, murió unos cinco años después víctima del cáncer estomacal; sus dos hermanos murieron casi al mismo tiempo, uno consumido por el asma mal tratada, el otro arrollado por un camión que nunca pudo ser detenido; sus familiares más cercanos, hermanos de su padre, trataron de cuidar de él, sin embargo, fueron sufriendo accidentes cada vez más graves, hasta que el chico mismo fue considerado el origen de los des fortunios y finalmente abandonado a su suerte a sus diecinueve.

A partir de ahí él comenzó a cuidar de sí mismo “claro que cuidar es un eufemismo” se repetía a si mismo constantemente. Se quedó con la antigua casa de sus padres y encontró aquel trabajo de oficina donde prácticamente era el encargado de las llamadas a clientes deudores. La paga era un asco, pero era todo lo que podía hacer, sin estudios, amigos o familiares que pudieran ayudarle a conseguir algo mejor.
Gonzalo se encontraba repasando en su cabeza por enésima vez toda su historia en su cabeza, hasta que algo lo hizo reaccionar. Escuchaba el suave roce de una tela contra el suelo. Era ligero, casi imperceptible, como el sonido de un alfiler golpeando el suelo. Pero aun así era perfectamente audible.

Miró su reloj de pulsera: apenas eran las cinco y diez de la mañana. Nadie salvo él llegaba antes de las seis de la mañana. No era día par, por lo que intendencia no estaba atendiendo el edificio. Y sin duda no era el jefe de piso, quien siempre llegaba a las nueve de la mañana.

Permaneció completamente quieto, escuchando atentamente hasta el más mínimo de los sonidos. Esperó y esperó, siendo capaz de escuchar el latir de su corazón, su respiración y el monótono sonido de goteo que tenía la máquina de café.

Entonces, de repente escuchó de nuevo una tela arrastrarse sobre la alfombra de la oficina, pero esta vez a sus espaldas, y parecía rodearlo de forma serena y acompasada. Giró rápidamente para observar el origen del sonido, mas no había nada tras de él. De pronto escuchó una risita coqueta y femenina que estaba aún más cerca a sus espaldas. Gonzalo comenzó a temblar y giro nuevamente, sin tener éxito en encontrar lo que lo atormentaba.
Fue entonces que una parte de Gonzalo comenzó a tener ganas de reír. No sabía si por nervios o porque temía que el llorar de miedo fuera peor.

-Oye, que mala educación, podrías ofrecerme un café al menos.

Con una pequeña risita, una voz femenina y cantarina sonó desde el cubículo de Gonzalo. Esté comenzó a temblar, no sabía el por qué, pero sabía que esa voz no era algo normal, no era una voz común y corriente, sentía en ella algo que lo helaba hasta los huesos.
Estaba decidido a salir corriendo, pedir ayuda y gritar que había un fantasma en la oficina…

-Que grosero, ¿piensas dejar a una dama sola a esta temprana hora? Yo te hacía más valiente, Gonzalo.

La misma voz sonaba divertida, como si jugara con la mente de Gonzalo, estaba claro que sabía lo que pensaba, sabía que quería hacer y podía usar eso a su antojo. Gonzalo finalmente comenzó a respirar profundamente, tratando de tranquilizar su corazón, mientras recogía la taza de café que se encontraba en la máquina.

Con todo el cuerpo tembloroso caminó hacia su cubículo, esperando ver una figura grotesca y chocante que le arrancaría la vida de un susto, tal vez un monstruo de aspecto horrible, víctima de torturas inenarrables…

Sin embargo, al llegar a su espacio de trabajo la mandíbula se le cayó al piso. En su silla estaba sentada una hermosa mujer, de vestido negro completamente negro, salvo un pequeño clavel blanco puesto en el pecho con un broche, que le cubría hasta los talones; parecía medir aproximadamente un metro setenta, con piernas largas y pies delicados que se encontraban envueltos por unas zapatillas negras de tacón mínimo. Los brazos y el pecho los llevaba cubiertos, por lo que Gonzalo solo era capaz de observar sus manos de piel blanca y su rostro del mismo tono, que se veía acentuado por una cabellera negra, como cortinas de terciopelo y unos ojos como granos de café delineados con el mismo color de su vestido. Llevaba un sombrero a juego de copa corta y ala extendida, con un ligero velo oscuro que le cubría hasta la nariz.

Atractiva era poco decir, aquella mujer era hermosa y despampanante en todo sentido.

-No sabes cuánto me halaga que pienses así, pocos son los que me consideran “despampanante” y menos aún se atreven a pensarlo-. Una suave risa salió de aquellos labios rosados mientras aquella mujer veía la expresión de incredulidad de Gonzalo.
-Disculpe...
-Háblame de tú, odio pensar que soy vieja.
-Ok, disculpe… Digo, perdona. Pero… ¿Cómo entraste aquí? ¿Cómo sabes que cosas pienso? ¿Quién eres?
-Bueno… En orden sería así: Por la puerta, como todo mundo; sería muy largo y aburrido de explicar y; seguro sabes quién soy, solo que aún no se enciende la bombilla en tu cabeza.
-Espere… digo, espera. ¿Eres un fantasma? Pero no eres nadie de mi familia… ¿Moriste aquí acaso?
-Ahora veo que tu madre tenía razón cuando me dijo que eras realmente curioso y despistado… Aunque… de cierta forma, tienes razón, aunque no del todo.
-Estás jugando conmigo, ¿verdad?
-Te mentiría si te dijera que no.
-No me complace mucho ser la burla de los demás.
-No me digas… Y si no te complace, ¿por qué sigues trabajando aquí, donde todo mundo se burla de tu trabajo que parece insignificante y tu sueldo es peor?

Gonzalo se quedó sin palabras. Una parte de si estaba furioso por el último comentario, pero a la vez la curiosidad y el miedo que sentía por esa persona le hacían detenerse a dar una respuesta mordaz o agresiva. Solo podía quedarse ahí, viendo a esa hermosa mujer.

-¿Lo ves? Ese es tu problema, te preocupas demasiado por los demás y no te desquitas cuando tienes que hacerlo. Deja de pensar en que me vas a ofender y enfádate de una vez.
-¡Deja de leer mi mente!
-No tengo que leer tu mente para saber qué quieres gritarme, solo con ver tú cara se nota. ¿Sabes por qué todos aquí se burlan de ti? Porque los has dejado. Si tan solo alzaras la voz dejarían de molestarte.
-Tú no sabes nada de mí…
-¿Qué no? Ja. Eres Gonzalo Lapiedra Mirado, tienes veinte años, eres hijo de Joel Lapiedra Martínez y Fabiola Mirado Castro. Ambos murieron cuando tenías doce y diecisiete años respectivamente, tus hermanos menores de cinco y seis años fallecieron al año, casi al mismo tiempo. Tus tíos paternos trataron de cuidarte, pero fueron sufriendo accidentes menores y poco riesgosos, por lo que consideraron que era más prudente tenerte lejos de ellos. Ahora, sin estudios más que de preparatoria, quinientos pesos en tu cuenta de banco y doscientos en tu bolsillo, un sueldo que raya en ser salario mínimo, una casa que se cae a pedazos por falta de mantenimiento y una vida infeliz en todo sentido te sientes perdido y sin ganas de seguir adelante, porque te sientes solo, crees que no hay forma de que puedas salir del atolladero en que estas metido y ya dejaste de intentarlo, solo trabajas para vivir y vives para trabajar. ¿Me he dejado algo en el camino?

Gonzalo podía sentir las lágrimas brotando de sus ojos, en parte eran por furia contenida. Pero por otra parte algo dentro de él se estaba quebrando. Había hecho de todo para ocultar su depresión, salía, conocía gente, trataba de tener amigos… y aun así… y aun así…

-“Una completa desconocida sabe todo de mi”… ¿En serio sigues creyendo que estoy aquí por casualidad? Si es así es que tu hermanito menor tenía razón y puedes ser muy tonto a veces…
-¡Cállate! ¡No hables de mi familia! ¡No quiero recordarlos!
-¿Oh? ¿Y eso a qué se debe?
-¡Murieron y me dejaron solo! ¡Se fueron uno a uno dejándome a mi suerte! ¿Y sabes lo peor? ¡Lo peor es que seguramente si estoy maldito y fue por mi culpa!

Finalmente Gonzalo se quebró. Se arrodilló y dejó que las lágrimas cayeran en la alfombra azul marino desgastada del suelo. Pudo escuchar el movimiento del vestido para un segundo después sentir una mano en su hombro. Una mano fría, seca y dura.

-Gonzalo… ¿Sabes quién soy?
-Si… por fin lo sé. Eres La Muerte, ¿no es así?
-Bueno, sí y no. La Muerte se escucha horrible ¿no crees? Prefiero mi otro nombre: La Catrina.
-Da lo mismo… vienes por mí, me imagino…
-¿Venir por ti? Pero, ¿qué dices? Hijo mío, hace mucho que tú ya estás conmigo. No es necesario que pase un accidente, una enfermedad o el tiempo para morir ¿sabes? Tú llevas muerto un par de años, muerto de pie como los árboles, y como ellos, te niegas a caer, sigues plantado, aguantando los embates del mundo. Hace mucho que estás muerto, mas lo cruel de todo esto es que ni tú puedes ver así a quienes están conmigo y te extrañan, ni ellos pueden estar contigo y animarte.
-Entonces… ¿Me llevarás con ellos?
Gonzalo levantó la mirada y buscó algún indicio en la expresión de La Catrina sobre la respuesta a su pregunta, sin embargo solo vio una gélida expresión, tranquila, estoica, sin ninguna emoción.
-Mi trabajo es más difícil de lo que parece, hijo mío. ¿Eso es lo que tú deseas?
-No quiero morir… pero si es la hora no hay mucho que pueda hacer, ¿no es verdad?
-Supongo que sí. Pero, quizá quieras agradecerle a tu madre después lo que estoy por hacer… bueno, agradecerle o maldecirla, eso ya será cosa tuya.
-¿A qué te refieres?
-¿Qué día es hoy, Gonzalo?
-¿Lunes?
-… Si, en definitiva eres más tonto de lo que pensaba… hablo de fecha, ingenuo.
-Ah… es… primero de noviembre...
-Si, en efecto, es Día de Muertos. Pero aún hay otra cosa, algo importante para ti.
-Es… mi cumpleaños…
-Así es hijo mío. Hoy cumples veinte años, y La Catrina ha decidido hacerte un regalo, solo porque me has caído bien y tu familia no me dejara en paz por un buen rato si no lo hago. Vive, Gonzalo, vive de verdad. Tus padres no te trajeron a este mundo ni te criaron para verte morir así. Hazte un favor, vive de verdad, anímate y arriésgate. Después de todo, solo eres tú, nadie más depende de ti, así que, ¿qué tienes que perder? Después de todo, ya me conociste, ¿hay algo más a lo que realmente valga la pena tenerle miedo?-. Entonces, La Catrina sonrió dulcemente mientras acariciaba la mejilla de Gonzalo con su helada mano.

Finalmente, Gonzalo se puso de pie y se recargó en el muro falso de su cubículo. Aún temblaba, en parte del miedo, otra parte por el llanto. Sin embargo, alzó la mirada y trató de sonreír.

-Gracias, señora, te prometo hacerlo.
-No me llames señora, ¿quieres hacerme enojar y que me arrepienta de mi regalo acaso?
-No, discúlpame. Aunque debo admitir que nunca esperé que fueras tan bella-. La Muerte sonrió delicadamente de nuevo y en voz muy suave respondió: -¿Qué puede haber más bello que la promesa de una vida eterna y serena, hijo mío? Ahora, es tiempo de que me vaya. La mañana empieza a aclararse y los demás están por volver conmigo, así que nuestro pequeño encuentro hasta aquí llega.

La Catrina dio un paso hacía el pasillo antes de detenerse, girar y mirar de nuevo a Gonzalo. –Una cosa más, Gonzalo. Deja una ofrenda para tu familia en estas fechas, no seas cruel, ¿sabes lo triste que es verlos llegar con las cosas que dejan tus tíos, pero ver que les duele que no pusieras nada tú?
-Lo haré seño-… digo… sí, claro que lo haré.
-Y no te olvides de ponerme algo a mí, anda. Me gusta mucho el pan, y un cafecito no estaría mal. Aunque, por amor a todo lo que quieras, que no sea del instantáneo de tu oficina, por favor. Ahora, me tengo que ir. Y tú… tú tienes que despertar…

Gonzalo despertó sobre saltado en su cama, con un sudor frío corriendo por su frente y el corazón a mil por hora. Se tomó unos segundos para tranquilizarse y repasar lo sucedido en su cabeza. Había tenido un sueño, uno de los más raros y alocados de su existencia. La Catrina lo había visitado, lo había bromeado y lo aconsejó a mejorar su vida. En definitiva, un sueño extraño.

Miró el reloj de la mesita de noche, que marcaba las tres de la mañana con cuarenta minutos del primero de noviembre. Había despertado veinte minutos antes de su hora habitual, por lo que llegar al trabajo no supondría problema alguno… ¿Trabajo? ¿De verdad quería volver a ese empleo mal pagado donde todos lo trataban como basura? Siempre había querido trabajar en una cafetería o en un bar. ¿Era tarde para buscar trabajos así?
Bajó los pies de la cama y permaneció unos minutos sentado en la cama, pensando y reflexionando sobre su sueño… ¿Había sido un sueño? ¿Qué más podía ser? Pero fue tan real…

Entonces cayó en la cuenta: no había puesto una ofrenda para su familia. Se levantó rápidamente de la cama y comenzó a juntar la poca fruta y panes que quedaban en su alacena; sacó galletas dulces, un plato con una rebanada pequeña de pastel que guardó y puso los retratos de sus padres y hermanos en la mesa, frente a la comida. Finalmente, preparó rápidamente un par de vasos con agua, otro par con ron y refresco y dos jugos que colocó con lo demás.

Miró brevemente su trabajo, humilde, pero de alguna forma acogedor y por primera vez en mucho tiempo, sintió lágrimas de felicidad salir de sus ojos. Se preparó para ir a la oficina, convencido de algo: Dejaría ese trabajo y buscaría sus sueños, después de todo ¿Qué podía perder?

Estaba agarrando las llaves y poniéndose una chamarra, cuando recordó algo. Rápidamente corrió a la cocina, preparó un café con los pocos granos que le quedaban y lo colocó en la ofrenda, aunque un poco separado de la ofrenda, separó un pan y lo colocó junto a la taza humeante. No sabía cómo podía indicar para quien era, por lo que dejó las cosas así y se dirigió a la puerta. Entonces una ocurrencia llegó a su cabeza: los claveles que su vecina le pidió guardar en su ventana, eso debía de servir. Arrancó uno de la maceta, esperando no haber dañado la planta y lo colocó entre el pan y la taza.

Antes de salir de la pequeña casa, Gonzalo miró una última vez sobre su hombro para ver la ofrenda y sonrió suavemente. Entonces dio un paso afuera y dijo en una voz cantarina y suave: -Que linda esta la mañana… -.Antes de cerrar la puerta, Gonzalo estaba seguro de haber escuchado desde la ofrenda una suave y armónica voz femenina canturreando: -en que vengo a saludarte… -.

2 de noviembre de 2014

Un Día de Muertos

Yo no entiendo a aquella gente que le teme a la muerte. Lo puedes observar en la televisión y el cine, en revistas, videojuegos, prácticamente en todos lados, las personas le temen a la muerte y a quienes ya murieron. Le hacen creer a la gente que una persona muerta que regresa, lo hace para causar mal, para espantar y lastimar, ¿por qué? ¿Por qué tienen esa idea tan pesimista?

Hace siglos, la muerte era respetada, era entendida y aceptada. Podías ver a los niños aceptando la muerte de un familiar o un amigo y tratando de alegrarse por la persona, que ya “descansa”. Todas las culturas llegaron a ese punto, sin embargo, algo pervirtió este entendimiento, algo o alguien decidió que era mejor que se le tuviera miedo y surgieron los fantasmas, los poltergeist, las zombis, las yuka-ona, las aparecidas, como quiera que en la cultura se le llame. Ese dolor se volvió terror y miedo, las fiestas para recordarlos se convirtieron en ritos para ahuyentarlos.

Yo no entiendo a las personas. Me temen, me tratan de ahuyentar y finalmente, cuando los he alcanzado, lloran, ruegan y suplican que no los tome bajo mi manto. ¿Por qué? ¿Acaso cuando dicen que ya están cansados, solo mienten? ¿Cuándo ruegan ya no sentir dolor, pero a la vez me miran con horror, es que tratan de pedirme mi trabajo a medias? Mi labor es única, soy la única que puede cumplirla y la única que puede llevarlos al descanso total. No importa tu cultura o religión en mis terrenos vas a terminar.

Humanos… No los entiendo de verdad, a veces son risibles, me prometen dinero, joyas o cosas a cambio de no tomarlos. ¿Para que querría yo eso? En mis tierras no existen las tiendas, no hay hambre que satisfacer, sed que aqueje o frio que corroa. No, la realidad es más sencilla, pero los humanos necios ya no quieren aceptarla. Hacen cada día mi deber más complicado, ya no acudo inmediatamente a las llamadas, pues cuando lo hago, suelen retener a la persona. Pero, ¿para qué? ¿A qué precio mantienen vivo a alguien? ¿Acaso el hecho de que esa persona ya no pueda hablar, moverse, sonreír o llorar, pero siga latiendo su corazón mientras yace en una cama de hospital, los tranquiliza?

No lo comprendo. Los humanos me llaman a gritos en las guerras y en las hambrunas, pero cuando llego, me suplican que me vaya. No puedo agotarme, no sé cómo enojarme con ellos, pero tampoco sé tener piedad o entender sus suplicas. Yo no cargo una guadaña, no llevo un cuchillo o algo con que lastimar más su cuerpo. Soy simplemente yo y mi gran capa, donde los acojo a todos para siempre. Solo tengo permitido liberarlos una vez cada año humano, yo pierdo la cuenta, pues los días, meses y años no significan nada para mí. Pero son ellas, las personas que conmigo están, quienes ávidamente me suplican que los deje salir ese día. Lo hago, mas nunca los he seguido, me suplican no hacerlo, no quieren que este cercar de quienes los llaman. Nunca he entendido eso, no voy a llevarme conmigo a quien no debo, mi horario es estricto, soy más puntual que cualquier maquinista de tren o relojero del planeta. Mi llegada nunca es tardía, pero tampoco es temprana, es en el momento justo en que debo de llegar.

Anoche seguí a una de las personas que hace tiempo cogí bajo mi manto, la seguí hasta su antigua morada, hasta la mesa con quien fue su familia. Siguió un camino que parecía iluminado solo para ella, pequeñas gotitas naranjas que brillaban en el suelo, y al llegar, se sentó frente a la mesa, como cualquier persona que llega de su trabajo. Sus hijos y su pareja estaban sentados alrededor desde antes, mirando expectantes la silla y con un reloj en la mesa. Miré la escena desde una ventana y seguía sin comprender, ¿qué hacía? ¿Solo para eso querían salir? Si querían ver a su familia reunida, podía ser cualquier fecha, ¿por qué tenía que ser ese día como tal? Sin embargo, miré con atención, esperando a que pasara algo.

Justo a las doce de la tarde, los niños y el adulto se levantaron de sus asientos, corrieron a los gabinetes y a la cocina. El mayor regresaba cargando cajas vacías, fotos apiladas y veladoras; el pequeño corría con papeles de colores en las manos, los cerillos encima y un periódico enrollado bajo el brazo. Mientras tanto el adulto comenzó a servir comida, filetes de carne por aquí, ensaladas por allá, fruta a raudales y dulces como para llenar a sus hijos y vecinos. Comenzaron a apilar las cosas de una manera que para mí era incomprensible, colocaban las cajas por un lado, las cubrían con aquellos papeles de colores y ponían encima las veladoras. Ponían después las fotos que traían consigo y poco a poco, llegaron más de mis acompañantes eternos, entraban, alegres, platicando entre ellos y sonriendo. Se sentaban en la sala, alrededor de los vivos y miraban la escena igual que yo.

La familia seguía, colocaba juguetes, cigarrillos, botellas de licor, aguas de frutas, jugos, el periódico en el centro, un libro muy viejo y gastado a su lado, una pequeña libreta con un lápiz en otra parte. Finalmente, el adulto sirvió otros tres pequeños platos, más sencillos, pequeños, con los sobrantes del festín preparado y los colocó en la mesa frente a sus hijos y sí mismo. Sonrieron y comenzaron a comer de ahí.

La escena era más que extraña para mí. ¿Sirvieron tal festín para dejarlo apilado? ¿Qué sentido tenía eso para los vivos? ¿Y los muertos que hacían ahí reunidos? Finalmente decidí entrar, pues mi curiosidad era mayor que mi anhelo de evitar confrontaciones. Al entrar por el portal, varios de mis acompañantes se sorprendieron, otros más se asustaron y algunos expresaron su enojo contra mí. Pero, el que había entrado primero, me tomó de una manga y me atrajo hacía la mesa.
-Tu siempre preguntaste porque queríamos regresar en esta fecha, ¿verdad?-. Asentí levemente.
-Es por esto, nuestras familias nos recuerdan así. Con un banquete de aquello que disfrutábamos en vida, recordándonos nuestras pasiones como el libro favorito o ese periódico que cada día comprábamos sin falta. Colocan esos pétalos de flores a fuera de la casa con la esperanza de que no nos perdamos al venir y las veladoras son para alumbrarnos la noche, cuando ellos suban a dormir y nosotros sigamos aquí. Esto es el Día de Muertos que celebra nuestra cultura, tomamos la esencia de lo que nos ponen, tratamos de jugar con lo que nos han colocado y hacemos el intento inútil de tocar nuestros anhelados objetos personales. Sabemos que no necesitamos comer o beber, que no hay frío ni calor contigo y que nunca estamos solos. Pero es hoy, solo hoy, cuando mi familia hace esto por nosotros y podemos recordar los sabores que en vida tanto gozamos, aquellos aromas que ya no hay al otro lado y, sobre todo, la calidez de sentirse en un hogar.

Miré alrededor, mis compañeros pasaban cerca de los platos, con una mano hacían como que tomaban los alimentos y se llevaban la mano vacía a la boca, haciendo una expresión de gozo y deleite. No lo entendía, no podía entenderlo.
-La gente me tiene miedo, ¿por qué a ustedes no?
-Porque tú eres la primera y única que nos lleva consigo, no te conocieron y no saben quién eres. Nosotros los amamos y ellos nos amaron a nosotros, por eso hacen esto y nos recuerdan así. No lo sé en otras tierras, pero aquí, así es como se hace.

La escena era un cuadro más que curioso, muertos por un lado y vivos por el otro, charlando, conviviendo como si estuvieran en el mismo plano. Salí de aquel hogar, y regresé a mis dominios, a esperar pacientemente a que mi reloj marcara de nuevo mi labor.

Y aun así, seguía preguntándome la utilidad de todo aquello que vi, la comida, los aromas y el ambiente, eran únicos y especiales, tanto así llamaron mi atención. Finalmente, mis compañeros regresaron a la hora prometida, veinticuatro horas después de que habían partido. Cada uno desfilaba de regreso, charlando, bromeando y riendo entre ellos. Yo los miraba pasar sin saber que hacer o que decir al grupo del final, el grupo que yo había seguido. Todos pasaron, algunos sin mirarme y otros diciendo un “regresamos bien” entre risas de los demás. Al final, venía quien me había hablado frente a la ofrenda montada y traía a una pequeña niña tomada de la mano. La pequeña tenía la otra mano cerrada, como si sujetara un cordón invisible. “Regresamos” me dijo el adulto y asentí al dejarlo pasar, la niña lo siguió, pero antes de atravesar completamente me tendió su pequeña mano y pronunció: “Le he traído esto, espero le guste”. Colocó so mano dentro de la mía y la abrió. Al instante sentí un leve calor en mi palma la cual cerré para evitar que escapara. La pequeña sonrió de nuevo y entró sin mirar atrás. Olí mi puño y un aroma dulce llegó a mí. Introduje ese aire en mi boca, y un leve cosquilleo inundo dentro de mí ser, percibí aquel sabor que mencionaban, esa alegría que vi al entrar en aquel hogar y el esfuerzo de los vivos.


Finalmente, esa víspera de Día de Muertos, Entendí.
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